Putinismo ¿nueva forma de fascismo?

Author

Ilya Budraitskis

Date
September 6, 2023

Traducido a partir de la versión en ingles: ukrainesolidaritycampaign.org/2023/09/06/putinism-a-new-form-of-fascism

La invasión de Ucrania ha provocado un debate sobre la naturaleza de la sociedad rusa contemporánea. Se ha argumentado que la guerra de Rusia contra Ucrania es parte de un ataque global a la democracia y que la Rusia de Putin es parte de un autoritarismo creciente. Este texto es una importante contribución a este debate del teórico ruso, exiliado y activista de la oposición socialista, Ilya Budraitskis, quien sostiene que el putinismo es una nueva forma de fascismo

Tras el 24/02/2022, cuando la Rusia de Putin inició una invasión militar a gran escala de Ucrania, el mundo se enfrentó a algo que era más que un desafío a la hegemonía geopolítica occidental. Tras la política agresiva del Kremlin había una lógica que se remonta a la ideología imperial clásica, según la cual las relaciones entre países se basan únicamente en el dominio del más fuerte. Aunque Putin criticó las intervenciones militares estadounidenses en Irak o Afganistán, su desacuerdo con Washington se basaba principalmente en que este pretendiera la exclusividad en el derecho a llevar a cabo intervenciones imperiales, a ampliar su esfera de influencia y a condenar a otras potencias que se atrevieran a hacer lo mismo. Por lo tanto, su desafío a Occidente se redujo a exponer la "hipocresía" estadounidense y a preguntar por qué otros no podrían hacer lo mismo. Lo que antes era privilegio exclusivo del imperialismo estadounidense, ahora, según Putin, debe convertirse en la única ley reconocida de la política internacional.

En su visión del mundo, solo algunos estados están determinados "orgánicamente" a ser imperios con agencia "soberana" para lanzar guerras, mientras que otros están destinados a ser "colonias", objetos a controlar y conquistar. El derecho de tales Estados "soberanos" a ejercer un poder arbitrario externo corresponde a su derecho a ejercer un poder arbitrario interno: si en última instancia detrás de cada derecho solo hay la fuerza desnuda, entonces los derechos humanos o el derecho a la representación democrática también dependen inevitablemente de la fuerza, y son, por tanto, meros instrumentos esgrimidos para ejercer influencia externa.

De esta lógica imperial se deriva inevitablemente una postura antirrevolucionaria y antidemocrática consistente de la élite rusa: todas las protestas y levantamientos siempre están controlados desde el exterior por potencias hostiles, desde las manifestaciones de la oposición rusa en 2011 hasta la Primavera Árabe o la Revolución Rusa de 1917, que Putin también considera resultado de las actividades de inteligencia extranjeras. Es fácil observar que tal esquema ideológico compara a los Estados con individuos que en una sociedad de mercado también están involucrados en una constante lucha mutua por el éxito, el dominio y el reconocimiento. La misma "ley natural" gobernaría los estados, las comunidades nacionales y las vidas humanas individuales: o haces valer tu derecho existencial a expensas de otro, o te conviertes en víctima de la afirmación de ese derecho por otros poderes. Para la Rusia de Putin esta ideología ha pasado definitivamente de la retórica a una práctica del poder que no solo descansa en las ideas reaccionarias o chauvinistas de un segmento de la sociedad rusa, sino también en la "racionalidad" del mercado neoliberal que prevalece en ella. Dividida en individuos separados y opuestos, una sociedad así se convierte en material obediente en manos de élites y acepta su propia impotencia e incapacidad para actuar solidarimente, todo como consecuencia de un destino histórico supuestamente inmutable y de leyes cuasi orgánicas innegables que gobiernan la vida social.

La invasión de Ucrania estableció definitivamente en la Rusia de Putin un vínculo inextricable entre la política exterior y la interior, siendo una la continuación inevitable de la otra. La guerra inició la transformación del régimen ruso en una forma cualitativamente nueva: una dictadura en la que cualquier expresión pública que difiera de la política oficial es un crimen y en la que cualquier intento de actuar colectivamente equivale a una traición al Estado nación.

Esta vinculación de una atmósfera de miedo y subordinación con el chauvinismo y la agresión imperialista, así como la completa identificación de la voluntad de la nación con las decisiones del líder autoritario, ha llevado a muchos en los últimos meses a comparar la Rusia de Putin con el fascismo, a mi entender con toda la razón.

Usando la F-palabra

Sin embargo, al invocar en el análisis social la peligrosa "F-palabra", es necesario aclarar cómo usarla y cómo no usarla. En primer lugar, no deberíamos utilizar "fascismo" como sinónimo del mal absoluto, contra el cual el "mundo libre" debería unirse. Esta moralización del fascismo no es más que un regreso al binarismo de la Guerra Fría, ahora reemplazando mecánicamente el comunismo soviético por el "fascismo de Putin" como enemigo externo de Occidente.

En segundo lugar, un análisis del fascismo contemporáneo en Rusia (así como de las tendencias fascistas fuera de Rusia) no debería basarse en analogías históricas especulativas. Cabe recordar que el ascenso del fascismo en la primera mitad del siglo XX fue determinado por una combinación de circunstancias históricas únicas y que su doctrina era contradictoria y ecléctica. En este sentido, se puede estar totalmente de acuerdo con la afirmación que alguna vez hizo el historiador francés Pierre-André Taguieff: No esperemos que el "fascismo" y el "racismo" regresarán de manera que podamos reconocerlos fácilmente. Si la vigilancia fuera solo el juego de reconocer algo ya conocido, entonces bastaría con recordar. La vigilancia se reduciría a un juego social que llega al reconocimiento utilizando la reminiscencia y la identificación, esto es, la ilusión consoladora de una historia inmóvil poblada de acontecimientos que concuerdan con nuestras expectativas o nuestros miedos.

Finalmente, y quizás sea lo más importante, aplicar el concepto de fascismo al actual régimen ruso no debería conducir a su exotización, a la idea de que la "fascistización" de la Rusia postsoviética es un caso único, supuestamente predeterminado por la especial historia del país. Por el contrario, caracterizar al régimen de Putin como fascista debería ayudarnos a discernir características comunes de las diversas corrientes de extrema derecha que emergen de la crisis del orden capitalista neoliberal. Estoy convencido de que caracterizar a Rusia como fascista solo se justifica si lo percibimos como una señal alarmante de tendencias globales que pueden conducir a la formación de regímenes similares a nivel internacional, incluido el mundo occidental. Todo esto nos lleva inevitablemente a repensar el fenómeno del fascismo en sí y a comprender la evolución específica del régimen de Putin como parte integral del sistema capitalista mundial.

Fascismo: ¿doctrina, movimiento o régimen?

Entre la amplia literatura histórica y político-filosófica sobre el fascismo, podemos distinguir tres enfoques: el primero lo ve principalmente como una ideología (o, más bien, como un conjunto de características ideológicas); el segundo, como un movimiento radical de masas; el tercero, como un tipo especial de dominación, una forma fundamentalmente nueva de régimen político y, más en general, de poder social. Así, la famosa definición del fascismo del historiador Roger Griffin como un "ultranacionalismo palingenético" busca definir el fascismo normativamente, derivar su "tipo ideal", distinguiéndolo de otras formas autoritarias. El fascismo, según Griffin, siempre está relacionado con las siguientes características: revivir la grandeza perdida de la nación; un rechazo revolucionario de formas anteriores de legitimidad; cultivar una idea orgánica de comunidad nacional; y llevar a cabo movilizaciones masivas para imponer el orden en el país y en el extranjero.

En debates recientes sobre si el régimen de Putin es fascista se puede ver claramente las limitaciones de este enfoque. Por ejemplo, en un artículo de opinión algo sensacionalista en el New York Times, Timothy Snyder intenta descubrir los fundamentos ideológicos del actual régimen ruso. Al hacerlo, exagera la influencia sobre Putin de los libros de Ivan Ilyin, el ideólogo de los rusos blancos, los emigrados contrarrevolucionarios de los años 1920 y 1930. También descubre un "culto a la muerte" en la retórica militarista del presidente ruso, similar a la del líder fascista rumano de entreguerras Corneliu Zelea Codreanu. Los críticos de Snyder, a su vez, llaman la atención sobre el hecho de que el Estado putinista no se basa, como el "fascismo clásico", en una movilización de masas motivada ideológicamente.

Obviamente, tal definición normativa del fascismo, basada en la presencia o ausencia de un conjunto de características específicas, resta valor al análisis del régimen en sí mismo y al de su evolución histórica. No hay duda de que durante la actual invasión de Ucrania Putin ha presentado un elaborado programa ideológico en sus discursos, y esto ha enmarcado la propaganda rusa de una manera extremadamente reaccionaria. Sin embargo, cuando Putin llegó al poder hace veinte años, claramente no era un hombre ideológico y sus políticas prácticas no estaban guiadas por la lealtad a ninguna doctrina. Por el contrario, se podría decir que sus puntos de vista se formaron como una síntesis de verdades prácticas asimiladas a través de las posiciones estructurales que ocupó durante su carrera. Sus primeros años en los servicios de seguridad soviéticos le enseñaron el pensamiento conspirativo. Su dirección del proceso de privatización como teniente de alcalde de San Petersburgo en los años 90 le enseñó la moralidad de la violencia y de la dominación desnuda, típicas de las empresas semicriminales y de la mafia, con la que estaba estrechamente relacionado.

Finalmente, sus largos años en el poder como líder autocrático indiscutible le inculcaron una visión de su propio destino mesiánico como restaurador del poder geopolítico perdido de Rusia. No fue la ideología lo que determinó la práctica de Putin, sino más bien la práctica la que le obligó a asimilar una variedad de "verdades" ideológicas que él considera autoevidentes. Las citas de pensadores reaccionarios cuidadosamente insertadas en los discursos de Putin solo confirman las conclusiones extraídas por el líder ruso a través de su experiencia vital.

Las contradicciones y rupturas de tal ideología están determinadas por su carácter como "actividad práctica material", como lo expresó Louis Althusser. Esta noción de una ideología determinada por la práctica del poder es cierta para el fascismo como fenómeno histórico en general. Por ejemplo, el historiador Robert O. Paxton muestra que las declaraciones de los movimientos fascistas siempre han sido muy diferentes de las prácticas de los líderes fascistas tras asumir el poder. Estas declaraciones no constituyen un todo coherente, sino que consisten más bien en un conjunto arbitrario de consignas dirigidas a diversos grupos sociales y modificadas según la coyuntura de la lucha política. Además, el eclecticismo ideológico del fascismo es elevado al nivel de principio ideológico por los propios líderes fascistas, que nunca se cansan de repetir que confían en la "vida" pura y no en secas doctrinas. Así, para ellos "la teoría es prisión", según la famosa máxima de Benito Mussolini.

El verdadero programa del fascismo se revela sobre todo en sus prácticas como régimen, que, a su vez, nunca son simplemente una extensión del fascismo como movimiento destinado a tomar el poder. Como sostiene Paxton, los regímenes fascistas de Alemania e Italia fueron una síntesis compleja de partidos totalitarios, el viejo aparato estatal y la racionalidad de las élites gobernantes tradicionales (el ejército, la burocracia, la iglesia, por ejemplo), formando una especie de "Estado dual". Esta síntesis nunca adquirió un carácter monolítico, y las crisis en estos regímenes fascistas siempre fueron desencadenadas por sus contradicciones internas. Por ejemplo, el complot de 1944 contra Hitler involucró a miembros destacados de la élite militar, y la destitución de Mussolini del poder en 1943 fue llevada a cabo por el círculo íntimo del rey Víctor Manuel (y por algunas facciones de la dirección fascista), que anteriormente habían sido un elemento integral del régimen.

Los estudiosos del fascismo para quienes ha representado principalmente un movimiento de masas (p.e., Ernst Nolte) lo ven como fuerza contraria a la amenaza revolucionaria de un movimiento obrero organizado y de partidos socialistas. Algo así como si el fascismo estuviera reemplazando al viejo Estado burgués, incapaz de defenderse por sí solo.

Por supuesto, es imposible negar este tipo de orientación contrarrevolucionaria. Por ejemplo, el fascismo italiano de principios de la década de 1920 fue una reacción violenta directa a un movimiento huelguístico masivo y a la creación espontánea de soviets de trabajadores en centros industriales clave del país. Pero el ascenso al poder de Mussolini y Hitler no habría sido posible si la élite tradicional no hubiera tomado la decisión colectiva de apoyarlos. Donde las clases dominantes no vieron la necesidad de una transformación fascista (por ejemplo, en Francia, Gran Bretaña o Rumania), los movimientos fascistas, a pesar de las perspectivas de crecimiento de su influencia en la década de 1930, finalmente fueron derrotados. Por lo tanto, podemos estar totalmente de acuerdo con la afirmación del politólogo Alexander J. Motyl de que "la clave para entender qué es el fascismo puede estar en entender qué es el gobierno fascista".

Si, como escribió Merleau-Ponty, "las revoluciones son verdaderas como movimientos y falsas como regímenes", entonces se puede decir lo contrario con respecto al fascismo: su verdadero significado y objetivos se revelan precisamente como un régimen de poder estatal mientras que, en la forma de una ideología o movimiento, sus características aparecen incompletas y engañosas

El actual fascismo desde arriba

Definir el fascismo como un régimen para el cual las características ideológicas o un movimiento de masas previo son secundarios y opcionales permite universalizar el fenómeno. Para tal enfoque universal, el fascismo no representa una desviación irracional del camino racional magistral de la civilización occidental (como tienden a creer los académicos pertenecientes a la corriente intelectual liberal), sino un fenómeno directamente derivado de la naturaleza misma de la sociedad de mercado. Esta posición fue expresada más claramente por el sociólogo Karl Polanyi, quien en su obra maestra, La Gran Transformación, vio en el fascismo una aspiración a la victoria final de la lógica capitalista sobre cualquier forma de autoorganización y solidaridad en la sociedad. El objetivo del fascismo, según Polanyi, fue la completa atomización social y la disolución del individuo en la máquina de producción.

Por tanto, el fascismo fue algo más profundo que una reacción al peligro de los movimientos anticapitalistas revolucionarios desde abajo. Estaba indisolublemente ligado al establecimiento final del dominio de la economía sobre la sociedad. Su objetivo era destruir no solo los partidos obreros, sino también cualquier elemento de control democrático desde abajo en general.

Polanyi no describió el fascismo como un "movimiento", sino como una "mudanza", un consenso entre las élites en respuesta a la crisis económica para constituir una alternativa al socialismo. Pero, a diferencia de la bien conocida tesis de la Comintern, esta respuesta, según Polanyi, no surgió como una reacción directa al peligro de una revolución social, sino que estaba profundamente arraigada en la naturaleza misma de la sociedad industrial, con su contradicción esencial entre mercado capitalista y democracia. Así, el fascismo representó una resolución radical de esta contradicción inherente (un "doble movimiento", en términos de Polanyi) a través de una redefinición de la "naturaleza humana" basada en una negación fundamental de la unidad de la humanidad.

En su análisis, Polanyi destacó que la "situación fascista… es similar a la situación revolucionaria", y esta "mudanza" de las élites solo es posible "en la compleja crisis de las instituciones democráticas". Así, el fascismo se desarrolla en un momento de crisis económica y política generalizada, cuando la contradicción entre los intereses de la sociedad y los del mercado se vuelve tan aguda que ya no es posible ningún equilibrio temporal entre ambos. Por eso, para Polanyi, el giro hacia el fascismo fue una consecuencia directa de la Gran Depresión, que él veía como el fin del mercado propio de la "civilización del siglo XIX".

La crisis actual del "capitalismo tardío" neoliberal está creando contradicciones similares, así como una tendencia política hacia el fascismo desde arriba como solución para imponer orden en un sistema asolado por la crisis. Por supuesto, esta tendencia no se está desarrollando de manera uniforme o simultánea en todas partes del mundo. ¿Por qué? Porque el desarrollo desigual y combinado del capitalismo global y sus crisis no producen una temporalidad homogénea. Por diversas razones estructurales, Rusia se ha convertido en el "eslabón más débil" en esta época de crisis, lo que ha llevado a Putin a abandonar la democracia dirigida y a dirigirse hacia el fascismo

Esta transformación del régimen fue acompañada por la destrucción de todas las instituciones políticas que mediaban la imposición directa de la voluntad del gobernante desde arriba. En la Rusia actual no existe un "Estado político" en el sentido de que un tribunal, un parlamento o un gobierno local posean algún tipo de autonomía relativa. Todas las instituciones cumplen órdenes que vienen de arriba.

Esta completa subordinación de todas las instituciones estatales a la "voluntad del soberano" fue característica del régimen de Hitler en Alemania. Es bien sabido que uno de los primeros decretos de Hitler después de llegar al poder fue la introducción de un "estado de emergencia" -"una ley que deroga todas las demás leyes", según la famosa definición de Carl Schmitt- que permaneció en vigor hasta el colapso del nazismo en 1945.

La erosión de las instituciones democráticas y los elementos de un "estado de emergencia" se pueden ver ahora, por ejemplo, en regímenes como los de Narendra Modi en India, Recep Erdoğan en Turquía y Viktor Orbán en Hungría. Sin embargo, a diferencia de la Rusia de Putin, estos expresan más un fascismo en potencia que una transformación acabada. En todos estos países todavía existe una autonomía parcial de la sociedad y las instituciones políticas. Por la misma razón, es imposible considerar el mandato de cuatro años de Donald Trump como un régimen fascista. Aunque en este período han comenzado a surgir organizaciones fascistas y movimientos reaccionarios extremos, el sistema político estadounidense en sí no se alteró en lo fundamental.

Atomizando y despolitizando la sociedad

Para ser calificadas de fascistas, tales sociedades, incluso con gobiernos de extrema derecha, tendrían que sufrir una transformación cualitativa. Hannah Arendt arroja luz sobre la profundidad de esa transformación en Los orígenes del totalitarismo, donde llegó a conclusiones cercanas a las de Polanyi, aunque desde una perspectiva teórica diferente. Sostuvo que el fascismo no tiene relación directa con ninguna tradición intelectual previa y no representa un fenómeno político pero un fenómeno social que expresa la realización extrema de las tendencias clave de la modernidad: la atomización de la sociedad y la destrucción de todas las formas de lo público.

Para Arendt, la esencia de la sociedad totalitaria fascista no es la penetración de la política en toda la vida social, sino más bien la despolitización definitiva, la desaparición de cualquier noción de "interés común". Este papel desmovilizador del fascismo ha sido perfectamente captado por Walter Benjamin. En la conclusión de "La obra de arte en la era de la reproducción mecánica" Benjamin escribió que el fascismo "estetiza la política" -es decir, convierte a la gente en espectadores fascinados, en consumidores alienados de la política como espectáculo-, mientras que el comunismo, por el contrario, "politiza la estética", convirtiendo el espectáculo cultural en un lugar para la participación creativa directa de las masas. El espectáculo fascista tiene un carácter exclusivamente jerárquico: es una producción dictatorial en la que cada uno debe desempeñar el papel que le ha sido asignado con la máxima disciplina y obediencia.

Hoy en Rusia esta condición ha sido simbolizada por las "acciones de solidaridad" orquestadas por el Estado con el ejército ruso. Incluyen eventos como la colocación de empleados del sector público y de estudiantes en forma de Z, el siniestro emblema de la agresión rusa. Este espectáculo de la política es exactamente lo opuesto a la movilización desde abajo en cualquier forma, incluida la de extrema derecha. Por ejemplo, en marzo de este año, las autoridades rusas reprimieron brutalmente a movilizaciones antiucranianas independientes.

La expresión de apoyo masivo a la guerra solo puede y debe realizarse en formas estrictas aprobadas desde arriba: conciertos patrióticos y "flash mobs" organizados por las autoridades. Estos ornamentos o decorados de masas tienen el mismo significado que hace un siglo, cuando Siegfried Kracauer escribió sobre ellos en su famoso ensayo,The Mass Ornament: la desintegración del individuo en elementos corporales separados que se incorporan al proceso de producción capitalista así como al de reproducción ideológica.

La humanidad en peligro

En otras palabras, estamos no solo ante los resultados de la desintegración de la sociedad en átomos, sino también ante la desintegración de los seres humanos en partes, incorporados a la máquina política y económica y disciplinados por su racionalidad. La racionalidad de mercado, encaminada a dividir (u objetivar, según Georg Lukács) la personalidad humana, es llevada a su límite lógico, extendiéndose incluso a la organización de la política y la sociedad. Si correspondiera a la naturaleza humana la lucha por el dominio sobre los de nuestra propia especie, entonces la naturaleza del Estado sugiere que es un cuerpo unificado (es decir, un "decorado" hecho con fragmentos de cuerpos humanos). Es una "entidad" que está en lucha existencial con otras "entidades". Conceptos como cultura y soberanía, en tal imagen del mundo, se reducen a su calidad como atributos de esta esencia del Estado.

El Estado fascista y el capital

Por lo tanto, el fascismo representa una forma completamente nueva de Estado burgués, que se fusiona directamente con el capital; incluso podríamos decir que, en el fascismo, el capital finalmente toma la forma de Estado. El aparato estatal ya no solo está por encima de la sociedad, equilibrando diferentes intereses de clase y actuando como árbitro (una característica, por ejemplo, del "bonapartismo" clásico). Bajo el fascismo, el capital, para citar a León Trotsky, "reúne directa e inmediatamente en sus manos, como en una prensa de acero, todos los órganos e instituciones de soberanía, los poderes ejecutivo, administrativo y educativo del Estado". La esencia del fascismo, escribió Trotsky, es "que el proletariado sea reducido a un estado amorfo, y que se cree un sistema de administración que penetre profundamente en las masas y que sirva para frustrar la cristalización independiente del proletariado". El socialdemócrata alemán Franz Neumann, en su famoso libro The Behemoth, ofreció una comprensión similar del Estado fascista. Para Neumann, el fascismo es el poder directo del capital, que ya no necesita al Estado como fuerza mediadora. Basándose en las teorías marxistas del imperialismo, Neumann muestra que la transición al nazismo estuvo predeterminada por el lugar que ocupó el capitalismo alemán, privado de mercados externos en una era de redistribucion imperialista del mundo.

La principal tendencia en el país fue la monopolización de la industria y la transformación de la mayoría de la población en proletarios que podían ser utilizados como soldados y como trabajadores. Neumann argumentó que, en su forma final, el capital se fusionó con el Estado y ya no necesitaba ni el libre comercio ni un mercado laboral libre. Las empresas más débiles no fueron colocadas en una relación de igualdad formal con las más grandes: el Estado las consideró ineficientes y su propiedad se redistribuyó entre los cárteles (las confiscaciones de propiedades judías también se incluyeron en esta misma lógica).

Bajo el régimen fascista, la propiedad no está garantizada por la ley sino por un acto administrativo. En otras palabras, los derechos de propiedad privada no están determinados por una norma común sino por una decisión particular del soberano. Así, entre lo político (el Estado) y lo económico (el capital) desaparece cualquier distinción, y la desigualdad real de derechos que caracteriza al capitalismo ya no está disfrazada por una fachada de igualdad legal formal garantizada por el Estado.

El pleno empleo proclamado por Hitler, como lo muestra Neumann, permitió privar a los trabajadores de toda libertad de elección: no tenían derechos colectivos ni individuales y estaban obligados a fusionarse en el conjunto orgánico de su empresa. Así se puso en práctica la fórmula nazi de "la política sobre la economía", en el sentido de que el capital superó la necesidad de libre mercado y de competencia, convirtiendo al Estado en un instrumento de su propia expansión. Así, el fascismo forja una nueva relación entre el capital y el Estado. Por supuesto, esta fusión no crea homogeneidad e identidad entre ambos. Más bien, cada polo se ajusta a la lógica del otro. No se puede decir que el Holocausto, p.e., fuera en interés del capital alemán, pero se llevó a cabo enteramente de acuerdo con la racionalidad gerencial capitalista y representó la máquina de producción capitalista en su forma extremadamente monstruosa (algo brillantemente explicado por el sociólogo Zygmunt Bauman en su libro Modernidad y Holocausto)

El fascismo y sus familiares

Es sorprendente cuán similar es la explicación de Neumann sobre el hitlerismo al "capitalismo autoritario" defendido por ídolos intelectuales de la extrema derecha estadounidense como Nick Land o Curtis Yarvin. La "aceleración" del capitalismo, según estos autores, conducirá inevitablemente a los estados a abandonar cualquier autonomía jurídica y legitimidad democrática. El Estado democrático, con su falsa igualdad formal entre fuertes y débiles, será reemplazado por una "Gov-corp", una corporación dirigida jerárquicamente por administradores que han obtenido poder absoluto mediante la selección natural.

Esencialmente, para Land, este tipo de Estado puede lograrse no mediante la lucha política y la creación de un movimiento de masas, sino más bien mediante la "aceleración" de la economía capitalista, cuyo desarrollo supera y destruye todas las formas políticas. Esta utopía autoritaria/libertaria parece paradójicamente una inversión del capitalismo de Estado de Putin, con su conexión inquebrantable entre derechos de propiedad y poder político, y la noción profundamente arraigada de la naturaleza "aristocrática" y de casta de la burocracia estatal (con el servicio de seguridad en la cima de la pirámide jerárquica).

La extraña similitud entre las visiones del mundo de los siloviki (miembros del aparato represivo estatal) de Putin y los fanáticos de Land en Silicon Valley difícilmente puede explicarse por una educación ideológica común o un entorno de lectura. Si bien convergen en concepciones similares del Estado, Land cita a Hobbes y Deleuze, mientras que Putin cita a Ilyin o Dostoyevsky. Las referencias intelectuales son aquí secundarias, mientras que una forma de racionalidad fascista, internalizada a partir de las prácticas ideológicas inconscientes del capitalismo neoliberal y característica del tipo de subjetividad que produce, es primaria.

El fascismo contemporáneo ya no necesita movimientos reaccionarios de masas. No necesita utilizar métodos de guerra civil para aplastar a la clase trabajadora organizada y reducirla a un "estado amorfo" mediante la violencia. Este trabajo se ha realizado en gran medida durante décadas desde el giro neoliberal en los países occidentales y las reformas de mercado de "terapia de shock" en los años 1990 en los estados postsocialistas. Todo lo que se necesita es una “mudanza" desde arriba que finalmente entierre cualquier forma de participación democrática y dé al capital una forma dictatorial de Estado. Al igual que el viejo fascismo, el fascismo del siglo XXI es una tendencia que surgió durante la crisis del capitalismo global.

En ese sentido, llama la atención hasta qué punto el putinismo, nacido de las condiciones de la transformación postsoviética de Rusia, se corresponde con esas tendencias globales. No le impulsa una dinámica particularmente nacional. En su retórica es difícil encontrar algo que difiera de lo que es familiar a todo votante de Marine Le Pen, partidario de Viktor Orbán o seguidor del programa de Tucker Carlson en Fox: el mismo antiuniversalismo agresivo, el mismo alarmismo sobre "minorías", las mismas defensas de la "familia tradicional" y de "valores espirituales" contra el liberalismo y el marxismo cultural, la misma explotación del odio hacia "élites" abstractas.

La única diferencia fundamental del putinismo parece ser que ya ha transformado al Estado en un régimen fascista del siglo XXI. En este sentido, no sirve como recordatorio del pasado, sino como advertencia para el futuro. Pero, ¿por qué exactamente la Rusia postsoviética sufrió este destino y se convirtió en este ejemplo aterrador?

Putinismo: la más corta historia de "fascistización"

A mediados de la década de 2000, cuando Vladimir Putin acababa de ser reelegido triunfalmente para su segundo mandato presidencial, yo ya era un participante activo en la escena política izquierdista de Moscú. Una de las consignas más populares en numerosas manifestaciones, aún autorizadas en el mismo centro de la capital rusa, fue "¡Rusia Unida es un país fascista!" Los jóvenes socialistas y anarquistas que repetían ese eslogan consideraban que esta caracterización era una exageración necesaria. En los primeros años del gobierno de Putin todavía había libertades civiles, medios de comunicación independientes, candidatos de oposición en las elecciones y sindicatos con derecho de huelga.

Sin embargo, ya era bastante evidente una combinación peligrosa de consolidación del poder personal, despolitización masiva y opiniones chauvinistas y racistas generalizadas. La carrera política de Putin y la naturaleza de su popularidad han estado relacionadas con la guerra desde el principio. A finales de 1999, cuando Boris Yeltsin declaró a Putin su sucesor, las tropas rusas ya estaban involucradas en una "operación antiterrorista" a gran escala en Chechenia. La aplastante victoria de Putin en las elecciones presidenciales de marzo de 2000 marcó la aparición por primera vez de lo que algunos analistas políticos pro-Kremlin llamaron la "mayoría Putin". Los sentimientos comunes de esta mayoría electoral eran frustración, fatiga y miedo: frustración con la democracia, que estaba asociada con la volatilidad política y social; fatiga por la pobreza y la inseguridad económica; y miedo alimentado por los medios de comunicación hacia la amenaza terrorista que representan los "radicales islámicos", mezclado con hostilidad hacia aquellos "otros" del Cáucaso que "llenan nuestras ciudades". Es notable que esta mentalidad de "agruparse en torno a la bandera", que marcó una evolución del putinismo, no estaba dirigida en absoluto a Occidente. Por el contrario, Putin describió sistemáticamente la operación militar en Chechenia como parte de la cruzada contra el "terrorismo internacional" lanzada después del 11 de septiembre por George W. Bush. La política interna de Putin era sorprendentemente similar al proyecto neoconservador occidental en sus características básicas: privatización agresiva del sector público y reforma neoliberal de la legislación, combinadas con el fortalecimiento del control policial y la retórica patriótica de "unidad nacional" frente a los desafíos externos. Por ejemplo, en los primeros años del gobierno de Putin se adoptó un nuevo código laboral que limitó significativamente los derechos de los trabajadores, un nuevo código de vivienda que permitió la privatización del espacio urbano y un impuesto fijo del 13% que convirtió a Rusia en un paraíso para las grandes empresas. Al mismo tiempo, el aumento vertiginoso de los precios del petróleo hizo posible aumentar los salarios y las pensiones manteniendo al mismo tiempo un presupuesto equilibrado. Fue entonces cuando se sentaron las bases de la combinación paradójica de neoliberalismo y capitalismo de Estado que es característica de todo el proyecto Putin. El régimen gradualmente colocó bajo control estatal directo o indirecto a las empresas rentables relacionadas con recursos naturales mientras sometía al sector público (principalmente educación y sanidad) a una austeridad neoliberal sin fin. Bajo Putin, los llamados "oligarcas" (es decir, los propietarios de enormes empresas compradas a bajo precio en medio de la privatización de la industria estatal después del fin de la era soviética) han perdido la influencia política directa que tenían cuando Yeltsin estaba en el poder. Pero han obtenido enormes oportunidades para comprar más empresas mediante la privatización en curso y conseguir contratos lucrativos con el Estado. El régimen, impulsado esa fantasmagórica "mayoría Putin", concedió a estos oligarcas una legitimidad que habían perdido en los años noventa. Durante el gobierno de Yeltsin, la percepción dominante entre los rusos era que la privatización de las empresas soviéticas era injusta y criminal. En medio de la recuperación económica del país bajo Putin, su régimen pudo presentar este saqueo como una "página pasada" y advertir que cualquier intento de revisarla conduciría inevitablemente al caos social y a la desintegración del país. Hasta principios de la década de 2010, el putinismo se basaba en una despolitización masiva, asociada con un mayor consumo, el disfrute de la "estabilidad" y un enfoque centrado en la vida privada. Durante este periodo, se presentó menos como conservador que como "pospolítico" (en la terminología de Jacques Rancière), como pura gestión, cuyo trabajo eficaz es contrario a las intrusiones de las pasiones políticas y a las consignas de los demagogos callejeros. En esta atmósfera, en 2008, después de que terminaron los dos primeros mandatos de Putin, el anónimo Dmitry Medvedev fue elegido presidente a sugerencia de Putin por la misma "mayoría Putin". ¿Qué importa cómo se llame el presidente si el estilo de gestión sigue siendo el mismo?

Crisis financiera mundial, resistencia y giro fascista

Todo cambió a finales de 2011, cuando Putin anunció su deseo de volver a la presidencia. Esto marcó el giro del régimen hacia un poder explícitamente personalizado. A finales de 2011 y principios de 2012, Moscú y otras ciudades importantes del país se vieron sacudidas por miles de manifestantes contra la evidente falsificación de las elecciones parlamentarias a favor del partido Rusia Unida de Putin. Denunciaron al régimen como autoritario. Estas protestas desafiaron el modelo tecnocrático "pospolítico" del régimen.

En reacción, Putin inició el proceso de "fascistización". Su campaña electoral a principios de 2012 tuvo marcado alejamiento de las anteriores. Las manifestaciones de la oposición se presentaron como maquinaciones de enemigos externos e internos que buscaban socavar la unidad del país e imponerle valores falsos. Putin se presentó como un defensor de la "familia tradicional", mientras que la homofobia y el patriarcado fueron elevados al rango de ideología de Estado. La "mayoría de Putin" se reconstruyó como una "mayoría conservadora silenciosa", unida por una fe cristiana común y la lealtad a la nación rusa. A pesar de conseguir la reelección y aplastar las protestas, Putin siguió perdiendo apoyo masivo. Las demandas democráticas de participación igualitaria en las elecciones y libertades civiles básicas planteadas por la oposición liberal tenían el potencial de fusionarse con la experiencia de una pobreza y una desigualdad social crecientes. A principios de la década de 2010, el crecimiento económico ruso, socavado por la crisis global de 2008, había dado paso al estancamiento y a una disminución constante de los niveles de vida. En estas condiciones, Putin vio el levantamiento del Euromaidán en Kiev, Ucrania (2014), como una amenaza. En su opinión, el cambio de poder en Ucrania a través de protestas callejeras sentaba un precedente peligroso, especialmente porque atrajo una enorme atención de la sociedad rusa, debido a la proximidad y la historia compartida de ambos países. Putin respondió a todo esto agresivamente, para asegurar el dominio ruso en el exterior e imponer el orden en casa. Así, los objetivos externos e internos se volvieron inseparables. La anexión de Crimea y la intervención militar en el este de Ucrania fueron un punto de inflexión en la transformación del régimen. La destrozada legitimidad del putinismo fue restaurada por la guerra y una transición gradual a una política de "fortaleza asediada". El lugar de la "mayoría conservadora silenciosa" en la construcción ideológica del putinismo fue reemplazado por el llamado "consenso de Crimea", un acuerdo pasivo general con las aventuras geopolíticas del régimen. Cualquiera que disentiera del imperialismo del régimen era etiquetado como "traidor nacional". La política interna fue reemplazada por la política exterior, donde solo el líder nacional y el comandante en jefe podían ser sujetos actuantes, mientras que el deber cívico de todos los demás se reducía a darle apoyo pasivo. Sin embargo, el "consenso de Crimea" no duró mucho. Ya en 2017 surgió en Rusia una nueva ola de politización, que se manifestó de diversas formas: protestas callejeras contra la corrupción iniciadas por el populista liberal Alexei Navalny; descontento masivo con la reforma neoliberal de las pensiones; vivos movimientos por los derechos ambientales; y luchas en defensa del autogobierno local en las regiones del país. En toda su diversidad, estas protestas plantearon la cuestión de la desigualdad social en mucha mayor medida que en 2011. La represión y la retórica geopolítica ya no fueron suficientes para que el régimen lograra el control total sobre la sociedad: necesitaba una guerra real. Al confiar en una mayoría fantasmal despolitizada (cuya construcción ideológica ha sido constantemente redefinida desde arriba), el putinismo ha respondido con una tendencia creciente hacia el fascismo intentando resolver su propia crisis estructural, así como reprimir los desafíos desde abajo o en el extranjero. Cuanto más serio era el desafío, más potencial ha tenido para exponer las contradicciones entre la élite capitalista y la clase trabajadora empobrecida. Para mantener su dominio, el régimen se ha visto obligado a adoptar medidas cada vez más radicales y fascistas.

El orden prevalece en Moscú

Si la primera forma "tecnocrática" del putinismo tenía una base electoral pasiva en la burocracia estatal, las pequeñas empresas y partes de la clase trabajadora atomizada, su forma final se ha jactado de un dominio desnudo a través del Estado sobre la brutal desigualdad de clases. En la situación actual, la clase media apoya ampliamente la retórica chauvinista antiucraniana, pero no envía a sus hijos al ejército para luchar en Ucrania. La mayoría de las fuerzas militares rusas en Ucrania son reclutadas entre los trabajadores provinciales más pobres y desempleados, para quienes el alistamiento es casi la única oportunidad de conseguir un trabajo bien remunerado.

A principios de la primavera de 2022, tras la invasión de Ucrania, el régimen solo tardó unas semanas en establecer, con la mayor ferocidad, un nuevo orden político. Las manifestaciones contra la guerra mal organizadas fueron reprimidas con una brutalidad sin precedentes. Más de dieciséis mil personas fueron detenidas y castigadas por su participación durante la primavera. Se introdujo la censura militar, con penas de prisión de hasta quince años. Cualquier desacuerdo con la invasión se convirtió en delito, tanto si se expresaba en protestas públicas como por cualquier declaración en redes sociales o por comentario hecho en una conversación con compañeros de trabajo. Aunque la represión sigue siendo selectiva, se está intensificando y ya ha tenido un efecto intimidatorio en la sociedad en su conjunto.

El apoyo masivo a la guerra, que se muestra en las encuestas de opinión pública realizadas principalmente por empresas controladas por el Kremlin, tiene un carácter performativo y obligatorio. La gente ve sus respuestas a las preguntas sobre la guerra principalmente como una forma de demostrar lealtad a las autoridades y mantener la seguridad de su vida privada. Es difícil decir cuán estable es esta situación para el régimen. La caída del nivel de vida como resultado de las sanciones y los enormes gastos militares, así como la enorme escala de bajas en la guerra hasta ahora encubierta por las autoridades, serán claramente factores que avivarán el descontento en el futuro. Por eso la guerra, de una forma u otra, será la forma de existencia de este régimen y, probablemente, la causa final de su colapso.

Sin embargo, ya se puede decir con certeza que el régimen de Putin ha experimentado una evolución gradual a lo largo de veinte años desde un autoritarismo neoliberal despolitizado hasta una dictadura brutal. Es un desarrollo grotesco de la "normalidad" de la sociedad capitalista cuando está sujeta a una crisis económica, una desigualdad social masiva y un orden mantenido mediante la represión interna y la guerra imperial en el extranjero.

Esta es la "normalidad" y la familiaridad del régimen de Putin: supervisa la pasividad y la atomización de la sociedad, el antiuniversalismo reaccionario de su retórica, multiplicado por la racionalidad más cínica de sus élites. Y vale la pena llamarlo explícitamente fascista, no solo porque encaja en esa definición, sino también para que los movimientos emancipadores del presente puedan comprender la magnitud de la amenaza global a nuestro futuro común.