La guerra rusa en Ucrania está entrando en su tercer año, y no hay indicios de que Putin haya cambiado su objetivo inicial, es decir, el desmantelamiento total del Estado ucraniano. En Occidente, muchos y muchas se impacientan, evocando la perspectiva de que Ucrania debe ceder “tierras” (y las personas que viven allí) a cambio de la paz.
El cansancio de la guerra en Ucrania está aumentando en Occidente, dicen los medios de comunicación. Pero nadie está más cansado de esta guerra que las y los propios ucranianos. Decenas de ciudades y miles de pueblos están arrasados. Cientos de miles de personas, incluidos niños, han sido deportadas por la fuerza a Rusia. Millones de personas tuvieron que huir de Ucrania y muchas más fueron desplazadas en el interior del país.
El costo soportado por las y los ucranianos sigue aumentando. Pero lo mismo ocurre con el deseo persistente de ver que su resistencia heroica signifique algo, de afirmar su opción por un Estado donde se pueda ser un ciudadano o ciudadana en lugar de un siervo o una sierva. Dado (erróneamente) por sentado en Europa Occidental, este derecho aún debe ser defendido con las armas en la mano en la mayor parte del mundo.
Ucrania está quizás lejos de ser el lugar donde un o una activista de izquierdas podría encontrar la encarnación de un paraíso socialista en la tierra.
Pero lo que importa es que las y los ucranianos defienden el proyecto de una sociedad en la que el cambio sea posible. Rusia también tiene un proyecto: un mundo donde no se puede concebir ningún cambio y donde ninguna lucha tiene la menor posibilidad de tener éxito. En la jerga del Kremlin, se trata de un “orden mundial multipolar”, en el que cada gran potencia autoproclamada tendría su propia zona de influencia exclusiva donde podría explotar a la población y a la naturaleza con impunidad, sin preocuparse por las normas y reglas internacionales.
Putin, en esencia, está formando una Internacional de extrema derecha, alineando a políticos que no dudarían en demoler los mecanismos de seguridad internacional restantes, movilizando también con este fin el justo sentimiento de oposición a la hipocresía occidental en el Sur global.
En efecto, las Naciones Unidas no han sido capaces de aportar soluciones válidas a las guerras en Ucrania, y aún menos a la guerra en Gaza, obstaculizadas por los vetos de Rusia y Estados Unidos respectivamente, alimentando así una crisis de confianza en las normas y principios que se supone que son universales.
Sin embargo, la reacción adecuada no consiste en rechazar estos principios. Lo que las y los activistas afectados por la injusticia deben hacer es luchar por la universalidad de las normas y la universalidad de las sanciones en caso de su violación y no por su destrucción (especialmente si consideramos que no seremos los primeros en hacer frente a las consecuencias de la emergente multipolar, que pasa en primer lugar por guerras y genocidios en periferias).
La solidaridad con Ucrania no debe ser una simple postura moral, sino una respuesta racional. Porque si la legitimidad de las esferas de influencia se establece como norma, ¿qué otra opción tendrían los Estados que unirse a uno de los bloques militares? Si la potencia nuclear puede hacer lo que quiera sin incurrir en sanciones, ¿quién optará entonces por el desarme?
Desafortunadamente, algunos y algunas en la izquierda tienden a apoyar a los dictadores oprimidos en lugar de a los pueblos que luchan por su libertad, ya sea contra una agresión externa o una opresión interna.
En el mundo de los imperialismos en competencia, lo menos que podemos hacer es escuchar y amplificar las voces de personas como nosotras y nosotros, las y los trabajadores, y no las voces de quienes dicen hablar en su nombre, ya sean del Norte o del Sur.
Hanna Perekhoda. Investigadora de historia rusa y ucraniana. Es una de las fundadoras del Comité Ucrania Suiza y miembro de la organización socialista ucraniana Sotsialnyi Rukh (Movimiento Social).
Traducido por Faustino Eguberri