Olena Lyubchenko
Este texto es la primera parte de la traducción abreviada de un artículo originariamente publicado en LeftEast el 30 de abril de 2022.
Llevo siete semanas escribiendo y reescribiendo esta breve reflexión, mientras ayudo a familiares y amigxs a huir de Ucrania y destino fondos de solidaridad a la resistencia ucraniana y a la organización del apoyo mutuo. Después de haber caminado por las calles de Mariúpol casi todos los veranos desde que era niña, y por última vez en el verano de 2019 antes de la pandemia –la tumba de mi padre está en un pueblo a las afueras de Mariúpol– la reflexión es una tarea difícil. En ciudades como Mariúpol, asistimos a la destrucción de hospitales, escuelas, teatros e infraestructuras críticas como carreteras y vías férreas. Los daños equivalen a la total extirpación de las infraestructuras públicas de la era soviética por parte de la maquinaria de guerra de Putin, un acto de “descomunización” en toda regla. Las últimas tres décadas han sido para lxs ucranianxs de clase trabajadora un periodo lento y depresivo de descomposición de clase, extremo empobrecimiento y despoblación; procesos que se han acelerado en estos dos meses de masacres, destrucción y desplazamientos forzados. Se trata, también, de la destrucción de la historia y la memoria. La guerra tiende a cancelar excepciones, matices y discusiones. Confío que estas horas tan obscuras conlleven la tarea de la crítica necesaria para un futuro diferente.
Mientras las horripilantes imágenes de devastación, muerte y violaciones en lugares como Bucha circulan ampliamente por Internet, y las mujeres ucranianas que huyen con niños son acogidas en Europa, a los “Otros” no merecedores se les prohíbe la entrada. Las élites occidentales y ucranianas nos dicen una y otra vez que “Ucrania está luchando una guerra europea” y que “Ucrania está defendiendo a Europa”. En este contexto, la idea emergente de la “ucranianidad” y su equiparación con la “europeidad” está mediada por cierta configuración de raza, clase, género y sexualidad. Las élites locales entienden cada vez más que la soberanía y autodeterminación de Ucrania están vinculadas a su incorporación a la “Europa fortaleza” y a una configuración de la “nación ucraniana” como “blanca” y “europea”. El concepto de “autodeterminación”, propio de la izquierda revolucionaria internacionalista, anticolonialista y antiimperialista, está siendo instrumentalizado por las élites occidentales y ucranianas. La historia del internacionalismo local, del comunismo y del antifascismo se separa de la “autodeterminación” mediante maniobras eurocéntricas. Irónicamente, esta utilización no está muy lejos de los propios ataques de Putin, quien afirma con desdén que la autodeterminación de Ucrania está ligada a los principios leninistas de antiimperialismo y anticapitalismo.
La periferización de Ucrania y de los otros países de Europa del Este y postsoviéticos con respecto a “Europa” se materializa en un acceso desigual a la “blanquitud”, es decir, a su inclusión en la economía capitalista en términos europeos, en las naciones “de clase media”, occidentales y no comunistas –los supuestos ganadores del neoliberalismo–. Históricamente, la blanquitud de las personas de Europa del Este ha sido contingente. Disciplinadas a través del despojo de los préstamos del FMI, las políticas energéticas, las precarias oportunidades de trabajo para lxs inmigrantes y la dependencia de las remesas, la región y sus pueblos han sido remodelados como “europeos” precarios.
La guerra en Ucrania se ubica dentro del contexto más amplio de la posición del país en los patrones globales de producción y reproducción social, a través de dinámicas racializadas y de género. Utilizando el feminismo de la reproducción social, en las próximas secciones rastrearé cómo, desde 2014, la militarización de Ucrania ha estado íntimamente ligada a las medidas de austeridad, desplazando tanto la resistencia a la agresión rusa, como la preparación del proceso altamente desigual de integración “euroatlántica” del Estado a los hogares y, especialmente, a las mujeres. La militarización, la austeridad y la agresión actúan, en este contexto, como procesos de despojo y acumulación primitiva. La ciudadanía racializada reproduce la precariedad, la exclusión para algunos y la seguridad e inclusión para otros, mientras se reescribe e instrumentaliza la diferenciación histórica de la clase trabajadora ucraniana dentro del capitalismo global.
Buenxs europexs
En las primeras semanas de la invasión rusa de Ucrania, el mundo fue testigo de la violencia racista en las fronteras de Ucrania con Polonia, Rumanía y Hungría. A lxs refugiadxs africanxs, sudasiáticxs y de Oriente Medio, así como a lxs ciudadanxs ucranianxs romaníes y a lxs miles de estudiantes internacionales que estudiaban y trabajaban en Ucrania se les impidió cruzar las fronteras. A veces, incluso, lxs ucranianxs formaban cadenas humanas para impedir que esos grupos subieran a los trenes que transportaban a lxs refugiadxs hacia la UE. Los periodistas que informaban desde la frontera con insignias azules y amarillas denunciaron rápidamente esta discriminación, pero luego pasaron igual de rápido las imágenes de niños ucranianos recibiendo juguetes de amables voluntarios alemanes. “Los estudiantes indios varados vieron cómo las mascotas ucranianas cruzaban la frontera para ponerse a salvo”, se leía en la encabezada de un artículo. En Norteamérica y Europa Occidental, los restaurantes servían platos ucranianos, donando las ganancias para los fondos de guerra en Ucrania, mientras los centros comerciales se iluminaban de azul y amarillo. El sitio web del gigante tecnológico Amazon cuenta ahora con un botón de “Ayuda al pueblo de Ucrania”. Algunas de las mayores corporaciones de inmuebles de Canadá –las cuales desalojaron a hogares de clase trabajadora durante la pandemia mientras subían los precios de las viviendas– se han “unido” para ofrecer opciones de alojamiento gratuito y subvencionar a lxs refugiadxs ucranianos en Canadá. Los medios de comunicación y los políticos occidentales han decidido que las personas de Ucrania son ciudadanxs “buenxs”, “europexs”, valiosxs, educadxs y profesionales informáticxs. El racismo, entonces, no se ha tratado como problema estructural, sino como un mal comportamiento.
La resistencia ucraniana a los militares rusos se celebra como heroica, valiente y democrática, pero al mismo tiempo la autodeterminación, liberación nacional y resistencia popular violenta en otros lugares no reciben la misma celebración; más bien, los otros “héroes” son calificados como “terroristas”, encarcelados e “ilegalizados”. Es nuestra responsabilidad preguntarnos ¿por qué las circunstancias a las que se enfrentan los ciudadanos de Afganistán, Siria, Irak, Yemen, Gaza y Etiopía no son vistas como tan excepcionales? A finales de 2021, el conflicto en Yemen había causado 377.000 muertes, casi el 70% de ellas de niños menores de cinco años. En la frontera polaca no vimos juguetes y comida para esas mujeres y niños, sino gases lacrimógenos, cañones de agua, porras, perros policía y alambre de púas. Hace apenas unos meses, Polonia se iba convirtiendo en la última línea de vigilancia disuasoria de alta tecnología con Bielorrusia. En octubre de 2021, su gobierno aprobó la instalación de una valla de seguridad fronteriza de 350 millones de euros a lo largo de la mitad de su frontera con Bielorrusia, de hasta 5.5 metros, con cámaras avanzadas y sensores de movimiento que benefician directamente a las empresas armamentísticas y tecnológicas. The Guardian reportó que “Frontex adjudicó el año pasado un contrato de 100 millones de euros para los drones Heron y Hermes, fabricados por dos empresas armamentísticas israelíes, ambos utilizados en la Franja de Gaza por el ejército israelí.
Polonia también espera adoptar un “cañón de sonido que lanza ráfagas “ensordecedoras” de hasta 162 decibeles para obligar a las personas a retroceder”. ¿Deberíamos ignorar también que las fuerzas polacas contribuyeron a la destrucción de Irak y Afganistán, al tiempo que en su territorio nacional se instituía un régimen sexista de extrema derecha? ¿O que las tropas ucranianas fueron a Irak? Reino Unido, Canadá y Francia, entre otros, se han apresurado a enviar dinero a la Corte Penal Internacional (CPI) para investigar los crímenes de guerra rusos en Ucrania, mientras que la misma CPI ha estado batallando para encontrar fondos para procesar los crímenes de guerra en Afganistán, Siria, Irak. Nuestra responsabilidad es preguntar por qué. La justicia liberal está entrelazada con el racismo sistémico, ya que los recursos occidentales se canalizan hacia Ucrania por una “crisis en Europa”, pero se detienen en situaciones en las que los países occidentales se oponen a rendir cuentas por sus propios crímenes de guerra. Lo mismo ocurre con la ayuda humanitaria. A la luz de esto, como escribe Ralph Wilde, la teatralidad de las simpatías oficiales europeas por Ucrania parece ningunear, de forma sociopática y racista, al pueblo de Irak, y a los muchos otros despojados por guerras europeas y norteamericanas.
El énfasis en los medios de comunicación sobre los cocteles Molotov en Ucrania da la impresión de que esta guerra se está ganando únicamente con la fuerza de una estrategia radical de autodefensa del pueblo –muy parecida a la de los palestinos, quienes no reciben tal adulación–. Si bien en Ucrania hemos sido testigos de la fuerza y del coraje colectivos de la resistencia popular, la situación de “proteger tu tierra” es diferente no porque la causa de la autodeterminación no sea fuerte, sino porque la guerra es dirigida desde arriba por el aparato estatal y apoyada desde el exterior por una fuerza de combate bien financiada y envuelta en intereses imperialistas y capitalistas. Este factor exige una distinción entre los intereses nacionales populares ucranianos y los intereses del Estado capitalista ucraniano, así como una explicación de cómo este último ha despojado a los primeros a través de su política de militarización y austeridad desde 2014. Ucrania heredó el 30% del arsenal militar soviético, cuadruplicó su gasto militar en la última década y contaba con casi 500 000 soldados (250 000 regulares y una guardia nacional de 250 000, que incorpora en sus filas a grupos neofascistas como los batallones Aidar y Azov) antes del estallido de las hostilidades. Cuenta con una avanzada industria armamentística doméstica y, en los últimos meses, ha recibido armas antitanques, sistemas antiaéreos, tecnologías de drones y armamento pesado muy sofisticados. En resumen, Ucrania cuenta con un ejército profesional permanente más imponente que el de cualquier otro miembro OTAN de Europa del Este (y sólo por detrás de Turquía y Rusia en la región). Desde la invasión, EEUU ha invertido más de 1.700 millones de dólares en “ayuda letal” a Ucrania, que se suman a los 2.500 millones de dólares gastados entre 2014 y 2021, incluido el entrenamiento, y a los que se suma la ayuda de otros aliados de la OTAN. El 28 de abril, el Congreso de EEUU autorizó 33 000 millones de dólares para más artillería, armas antitanques y otro material, así como ayuda económica y humanitaria. Según el reporte del New York Times, en total, “EEUU estaría invirtiendo 46.600 millones de dólares en la guerra ucraniana, es decir, más de dos tercios de todo el presupuesto anual de defensa de Rusia, que es 65 900 millones de dólares… En comparación, el Pentágono estimó el año pasado que los costes totales de la guerra en Afganistán entre 2001-2020 fueron de 816 000 millones de dólares, es decir unos 40 800 millones al año”. El drástico aumento de la ayuda militar estadounidense y, lo que es más importante, la invocación de la Ley de Préstamo y Arriendo de Roosevelt de 1941, que considera la defensa de Ucrania “vital para la defensa de Estados Unidos”, presagia una escalada y el interés estadounidense en una larga guerra. Si bien esta “ayuda” ha contribuido a frenar el avance ruso, es importante pensar a largo plazo en cómo la militarización repercute en la vida de la clase trabajadora que intenta llegar a fin de mes.