Pierre Madelin
El «campismo» no se limita sectores de las izquierdas tradicionales, sino que también se expresa en pensadores asociados a la llamada corriente «decolonial».
El 24 de febrero de 2022, el ejército ruso invadió Ucrania en una operación militar masiva destinada a decapitar rápidamente el poder ucraniano y subyugar al país. Esta brutal invasión, rápidamente acompañada de crímenes de guerra y contra la humanidad, ha dejado a la izquierda mundial en estado de perplejidad. «Activistas habitualmente tan resueltos en su apoyo a todas las víctimas de la guerra y del capitalismo se han vuelto de repente extremadamente matizados y ‘reflexivos’», comentaba con ironía en Lundimatin el politólogo ucraniano Denys Gorbach. De hecho, parte importante de la izquierda, tanto en América Latina como en India o en Francia, adoptó posiciones denominadas «campistas».
«¿Qué es el campismo?», se preguntan los filósofos Pierre Dardot y Christian Laval. «Es la estupidez política con las consecuencias más siniestras que consiste en pensar que solo hay un Enemigo. Lo definiremos como un antimperialismo unidireccional. De la unicidad del Enemigo deriva esta irrefutable conclusión: quienes se oponen al Enemigo tienen derecho, si no a las bendiciones, al menos a la justificación, basándose en el principio de que los enemigos del Enemigo son, si no amigos, al menos ‘aliados objetivos’ en una lucha justa».
Un campismo decolonial
Sin embargo, hay un punto en el que quizá no se ha insistido lo suficiente: la izquierda campista no se ha limitado a las corrientes políticas soberanistas o a las que proceden de un marxismo obsoleto centrado únicamente en el poder del capitalismo anglosajón, sino que también se ha expresado en los medios de comunicación y por parte de pensadores asociados a la llamada izquierda «decolonial».
En el mundo anglosajón, el historiador Sandew Hira, coordinador de la Red Decolonial Internacional, presentó a Rusia como una víctima de Occidente el 26 de febrero, y llegó incluso a comparar la demonización de Vladímir Putin en los medios de comunicación occidentales con la demonización de las poblaciones indígenas de América por los teólogos en los primeros tiempos de la colonización. En el ámbito académico, varias figuras destacadas de los estudios decoloniales, algunos de los académicos más influyentes de América Latina, como el portugués Boaventura de Sousa Santos y dos de los miembros emblemáticos del grupo Modernidad/Colonialidad, el puertorriqueño Ramón Grosfoguel y el argentino Walter Mignolo, también fueron activos difusores de tópicos de la propaganda rusa. De Sousa Santos, en un artículo publicado el 10 de marzo de 2022, se refiere a la estrategia de «provocar a Rusia y neutralizar a Europa» implementada por Estados Unidos: «Rusia fue provocada a expandirse para luego ser criticada por hacerlo». Esta tesis fue reiterada el 23 de diciembre de 2022 en una entrevista en la que afirmó que en Ucrania había «una guerra entre Estados Unidos y Rusia».
Grosfoguel, por su parte, en una entrevista del 8 de marzo de 2022, fue aún más radical, al hablar de una «guerra fabricada por el imperialismo estadounidense» y al declarar que Estados Unidos, con la ayuda de «milicias nazis», han logrado un «golpe de Estado internacional para recuperar el control político, económico y militar de Europa». Un mes más tarde, cuando Ucrania era bombardeada y las primeras imágenes de la masacre de Boutcha llegaban a los ojos del mundo, volvía a evocar, pretendiendo luchar contra la censura del deep state y del los medios mainstream, «una guerra fabricada en Estados Unidos, que han envalentonando a los neonazis de ucrania que llevaban un genocidio contra la población ruso-parlante de Ucrania (…), la marioneta Zelensky (…) y un golpe de Estado internacional hecho por los E-U [Estados Unidos] principalmente contra China y los Europeos, (…) que ahora se convierte en una neo-colonia gringa». Mignolo, por último, si bien no se ha pronunciado públicamente (hasta donde sé) sobre la invasión de Ucrania de 2022, había celebrado la anexión de Crimea en 2014 en su blog (la página ya no existe). Y en un artículo publicado en 2017, celebraba, asimilándola a un proceso de descolonización, «la aparición de varios proyectos de desoccidentalización, entre ellos: el resurgimiento político de China; la recuperación de Rusia de la humillación del fin de la Unión Soviética, que le ha permitido oponerse a la occidentalización de Ucrania y Siria; y la cooperación de Irán con China y Rusia».
Cabe decir que me sorprendió descubrir estas intervenciones, que reproducían el discurso del Kremlin en sus aspectos más delirantes, ya que me parecía evidente que la guerra de anexión dirigida por Rusia, antigua potencia imperial y colonial, debería haber dirigido la solidaridad de estos autores hacia Ucrania. La lógica del anticolonialismo o del antiimperialismo determina que los países o pueblos que lo sufren deben solidarizarse con los que lo sufren en otros lugares, aunque sea bajo el dominio de una potencia rival.
Por supuesto, no se trata de sugerir que todos los autores asociados a los estudios decoloniales hayan defendido posturas similares, ni de rechazar todas las ideas asociadas a esta corriente. Llamar la atención, como lo hacen los decoloniales, sobre los persistentes efectos asimétricos de las diferentes oleadas de colonización europea y de la esclavitud tanto en las sociedades como en los ecosistemas terrestres, y destacar la doble «división» colonial y racial que se encuentra en el corazón de la modernidad capitalista más allá de la simple división de la sociedad en clases, no solo es legítimo, sino necesario. En muchos aspectos, parece pertinente, en diferentes contextos históricos y geográficos, establecer una equivalencia entre los pares «dominante/dominado» y «centro/periferia», por un lado, y los pares «Norte global/Sur global», «Occidente/resto del mundo» o «blanco/no blanco (racializado)», por otro.
¿Cómo explicar entonces la reacción de los pensadores decoloniales que he mencionado ante la guerra de Ucrania? En cierto sentido, las posiciones antiestadounidenses de estos pensadores, dos de los cuales son latinoamericanos, se explica por la responsabilidad de Estados Unidos en la violencia a la que fue sometido su continente en el siglo XX, lo que les lleva espontáneamente a ver por todas partes la «mano» de la potencia que ha apoyado tantas dictaduras, a veces mediante la intervención militar, en sus propios países.
Pero creo que esta reacción también se explica por el esencialismo de sus propias elaboraciones del pensamiento decolonial: la tendencia a presentar el Occidente moderno tal como se ha afirmado desde 1492 y la conquista de las Américas hasta nuestros días, lo que Grosfoguel llama «el sistema-mundo euro/norteamericano moderno/colonial capitalista/patriarcal», como un bloque inalterado y casi inmutable. Así, bajo la bandera de la «episteme» moderna-colonial se agrupan «el capitalismo y el comunismo, la teoría política ilustrada (del liberalismo y del republicanismo: Locke, Montesquieu) y de la economía política (Smith), así como de su opositor, el socialismo-comunismo» (tal como teoriza Mignolo). En cuanto a las tensiones y contradicciones internas a la historia de Europa y de sus ideas, son simplemente borradas, como señala acertadamente Daniel Inclan. Este autor subraya que no hay lugar en estas reflexiones para una «dialéctica de Europa en los procesos colonizadores, ya que es presentada como unidad, como una sustancia maligna que se expande por el mundo».
Occidentocentrismo invertido
En este marco, el análisis de situaciones concretas parece dar paso a una metafísica de la historia en la que un hipersujeto todopoderoso detenta el cuasimonopolio del mal en el mundo, es obviamente inoperante para captar la especificidad de la guerra en Ucrania. Por supuesto, ciertos elementos de esta guerra y de sus efectos le han dado algo de razón a estos autores. Por ejemplo, está claro que el trato privilegiado que recibieron los refugiados ucranianos, no solo en comparación con los refugiados sirios, afganos y sudaneses que les precedieron, sino también en comparación con los estudiantes de África y de Sri Lanka que vivían en Ucrania y fueron rechazados cuando llegaron en la frontera polaca, surge en parte una cuestión de privilegio racial. Del mismo modo, algunos de los comentarios sobre los ucranianos que huían de su país y que fueron descritos como «inmigrantes culturalmente europeos» y de «alta calidad» o que la causa ucraniana se benefició de una visibilidad mediática y de un importante apoyo diplomático, económico y militar por parte de las potencias occidentales, sintomático de una indignación jerarquizada en términos de respeto del derecho internacional.
Pero la crítica legítima de este doble rasero no puede explicar por sí sola, y mucho menos justificar, la falta de apoyo a la movilización masiva de la sociedad ucraniana frente a la agresión de Rusia. Esta falta de solidaridad debe entenderse también a la luz de las limitaciones inherentes al pensamiento de estos mismos autores. Al oponer «la piel y a las ubicaciones geo-históricas de los migrantes del Tercer Mundo a la piel de los ‘nativos europeos’ en el Primer Mundo» (Mignolo), al afirmar que «la epistemología tiene color» (Grosfoguel) y que «el sistema-mundo remite a una articulación espacial del poder» (Mignolo) en la que el fundamentalismo eurocéntrico y su extensión norteamericana ocupan un lugar central que nada parece poder cuestionar. En efecto, dan la impresión de postular una equivalencia casi ontológica entre los pares «dominante/dominado» y «centro/periferia» y los pares «Occidente/Sur global» y «blanco/no blanco». Aunque esta tesis es en muchos aspectos históricamente relevante (y sigue siendo válida hoy en día en muchos contextos sociopolíticos), se vuelve extremadamente problemática cuando adopta la forma de una tesis esencializadora y totalizadora. En ese caso, se vuelve incapaz de captar la historicidad específica de muchos de los principales acontecimientos de nuestro tiempo, que no forman parte necesariamente de la continuidad de la historia colonial e imperial europea.
Simplismo historiográfico, maniqueísmo permanente, esencialismo de una visión culturalista y provincianismo latinoamericanista figuran pues entre las razones que explican sus reacciones, a las que hay que añadir una «una aparente crítica al eurocentrismo, que, en realidad, esconde un férreo occidentalismo», como lo han demostrado claramente Pierre Gaussens y Gaya Makaran. Lo paradójico es que el pensamiento de estos autores, una de cuyas primeras vocaciones, perfectamente legítima, era criticar el «eurocentrismo», es a menudo profundamente eurocéntrico y occidentalocéntrico cuando se propone comprender el presente. La antigua celebración de Occidente y de su «misión civilizadora» se ha retirado para dejar lugar a la interminable denuncia de sus fechorías, sin que su centralidad, incluso cuando ya no corresponde enteramente a las evoluciones del mundo contemporáneo, sea nunca verdaderamente contestada.
Este occidentocentrismo invertido puede encontrarse incluso en la cultura histórica de Grosfoguel y Mignolo. Mientras que la larga historia de las intervenciones estadounidenses en el mundo es bien conocida por ellos y constantemente recordada, una extraña amnesia parece rodear la igualmente larga historia de las intervenciones soviéticas en muchas de sus periferias, por no mencionar los crímenes masivos perpetrados en Ucrania, como el Holodomor o la deportación de los tártaros de Crimea. Esta falta de conocimiento no les permite dar cabida a la diversidad de las historias coloniales y de sus legados. En este sentido, un decolonialismo policéntrico podría ser una perspectiva fructífera.
Por supuesto, a diferencia de los imperios coloniales español, británico o francés, que se desarrollaron esencialmente en territorios «lejanos», el colonialismo ruso fue un colonialismo de «cercanía». Esto explica probablemente por qué resulta menos discernible a primera vista, ya que los territorios integrados al imperio desde el siglo XVII hasta el final de la Segunda Guerra Mundial fueron conquistados en capas sucesivas, en la periferia inmediata del núcleo territorial inicial. Y aunque algunos de estos territorios se emanciparon del control soviético tras la caída de la Unión, las secuelas de esta larga historia colonial siguen vivas, especialmente en el Cáucaso y Asia Central. A lo que hay que añadir que, en los primeros meses de la guerra, fueron las minorías étnicas de la Federación Rusa, en particular los buriatos y los yakutos, que pagaron el precio más alto en el campo de batalla ucraniano, mientras que las clases medias blancas de Moscú y San Petersburgo salieron relativamente indemnes.
Una peligrosa convergencia
Pero si solo se tratara de una cuestión de falta de complejidad en el análisis las cosas no serían tan graves. El problema es que este reduccionismo conduce a una preocupante ceguera ante la naturaleza y la diversidad de las amenazas a las que nos enfrentamos hoy en día, cuando no conduce a la complacencia o a la complicidad activa con los regímenes autoritarios. En este sentido, parece llegado el momento de admitir que ya no vivimos en un sistema-mundo monocéntrico, si es que tal sistema existió alguna vez, en el que el «Occidente blanco» por sí solo, atravesado simplemente por rivalidades internas a su supuesta dinámica y esencia, ocuparía la posición hegemónica, sino en un sistema-mundo policéntrico, en el que la violencia autoritaria, nacionalista y racista puede surgir en todas partes, sin haber sido en última instancia provocada por «Occidente».
Por supuesto, las potencias occidentales siguen disfrutando de muchos privilegios y beneficiándose de intercambios económicos y ecológicos imperialistas y desiguales. Por supuesto, el etnonacionalismo y el supremacismo blanco ganaron nuevamente terreno en Estados Unidos o en Francia, donde proliferan las ansiedades sobre el «Gran Reemplazo». Pero también está la amenaza del nacionalismo ruso, cuya violencia sin límites puede medirse hoy en Ucrania (y ayer en Chechenia y Siria), el etnonacionalismo y supremacismo hindú en la India de Narendra Modi, que ya resulta mortal para las víctimas musulmanas de los pogromos o para las poblaciones indígenas, y el etnonacionalismo y supremacismo de la etnia han en China, que oprime a poblaciones como los uigures.
Sin embargo, el pensamiento de autores decoloniales que denuncian un fetiche llamado «Occidente», acusado de ser la fuente de todos los males del mundo, y al asimilar sin matices el compromiso con «los derechos humanos(...), con las concepciones imperiales globales y la jerarquía etno-racial global entre europeos y no europeos» (Grosfoguel), resuena desgraciadamente con la ideología y la propaganda de estos regímenes políticos que tienden a presentar su cruzada contra un Occidente «decadente» como un proceso de descolonización del orden mundial.
Así, Putin, en su discurso del 27 de octubre de 2022, enumeró la larga lista de fechorías cometidas por «Occidente» a lo largo de su historia: la trata de esclavos, el exterminio de los indígenas americanos, la explotación de los recursos en África y la India, las guerras coloniales, los bombardeos aliados de ciudades alemanas, la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, las guerras de Corea y Vietnam, etc. A continuación declaró que «Rusia nunca aceptará el diktat del Occidente agresivo y neocolonial» ni los planes de los europeos, la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte), los países anglosajones y Estados Unidos para imponer «el totalitarismo, el despotismo y el apartheid», «el nacionalismo y el racismo» en el mundo. Finalmente, concluyó «No quieren que seamos libres; quieren que seamos una colonia».
Sergéi Lavrov, su ministro de Asuntos Exteriores, añadió durante una gira diplomática por África: «nuestro país no ha manchado su reputación con los sangrientos crímenes del colonialismo y siempre ha apoyado sinceramente a los africanos en su lucha por liberarse del yugo colonial». Recep Tayyip Erdoğan, el autoritario presidente turco, es autor de un libro «en el que brilla en cada página la visión de un mundo injusto y binario: por un lado, Occidente, los países colonizadores e imperialistas, cegados por sus privilegios; por otro, los musulmanes oprimidos». En India, los filósofos Shaj Mohan y Divya Dwivedi han demostrado que existe una convergencia entre ciertas teorías poscoloniales y el ultranacionalismo hindú, unidos en la misma denuncia del carácter «eurocéntrico» de las reivindicaciones de los derechos humanos o feministas. Y, por supuesto, en China, Xi Jinping y el Partido Comunista (PC), para quienes Occidente y sus «valores» son ahora el blanco elegido.
Para volver más precisamente a la propaganda del Kremlin, hay que ver que en efecto juega en dos niveles. Para complacer la derecha y la extrema derecha, que comparten con Putin un mismo deseo de liquidar la herencia de la modernidad política en sus aspectos emancipadores y democráticos para dejar paso a un mundo en el que todas las formas de dominación serán libres de expresarse sin contrapeso alguno y en el que toda oposición será aplastada por un régimen de terror, defiende la tradición y la autoridad al tiempo que subraya la decadencia moral de Occidente bajo el efecto combinado de los «invasores» inmigrantes del Sur y de la perdida de virilidad inducida por el feminismo y los movimientos LGBTI+. Pero para seducir a muchos países del Sur y a ciertas franjas de la izquierda, se presenta como una potencia antiimperialista y anticolonialista capaz de ofrecer un contrapeso a la hegemonía estadounidense. Esto es obviamente burdo cuando se conoce la larga y aún inacabada historia del colonialismo ruso antes mencionada, pero funciona hasta cierto punto. Acusando a la OTAN de cargar con la responsabilidad de la guerra y oponiéndose al suministro de armas en nombre de un pacifismo falsamente virtuoso, ciertos sectores de la izquierda parecen convencidos de que un poco de «equilibrio de poder» y de «multipolaridad» no vendrían mal.
Así, ya sea por ingenuidad o por estar atrapadas en burbujas ideológicas, estas izquierdas contribuyen sin darse cuenta a la brutalización actual del capitalismo y al advenimiento del mundo soñado por la extrema derecha y por todas las fuerzas antiliberales. Obviamente, el ideal de un mundo multipolar puede ser algo sin duda deseable pero, en el contexto actual, está claro que no conduciría -desgraciadamente- a una mayor autonomía, libertad y justicia para los pueblos del mundo, y mucho menos a una baja de la presión extractiva y productiva cada vez más infernal que se ejerce sobre la Tierra. Más bien sería un mundo en el que los bloques geopolíticos más poderosos se reconocerían el derecho a preservar o restablecer internamente los órdenes sociales más brutales y desiguales, si fuera necesario perpetrando todo tipo de crímenes atroces sin que nadie les reprochara nada, mientras disfrutan de una esfera de influencia sumisa en su periferia que no es cuestionada por los demás bloques. En resumen, un mundo en el que cada potencia podría dedicarse a sus «pequeñas masacres» como le viniera en gana, y en el que toda la frágil arquitectura normativa de las relaciones internacionales que se ha ido construyendo a lo largo de las décadas, fundada a pesar de sus inmensas imperfecciones e hipocresías en una referencia de principio en torno al respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales, sería liquidada.
En un texto notable, «Multipolaridad, ese mantra del autoritarismo», la feminista india Kavita Krishnan ha puesto claramente de relieve la convergencia objetiva entre ciertas críticas a «Occidente» que se hacen desde la izquierda y la ideología de los regímenes nacionalistas y autoritarios que pretenden desacreditar cualquier referencia al universalismo, a la democracia y a los derechos humanos en virtud de su supuesta «esencia» occidental y, por tanto, colonial, encubriendo de esta forma su deseo de destruir la democracia con bajo el pretexto de luchar contra el imperialismo.
Decolonialismo policéntrico
¿Qué podemos concluir de esta convergencia entre las posiciones de ciertos representantes de una de las corrientes más destacadas de la izquierda radical contemporánea, espontáneamente asociada al campo de la emancipación, y la retórica de algunos de los peores regímenes políticos de nuestro tiempo? En primer lugar, digamos que suena como una advertencia: mejor no ceder a ninguna teoría esencialista de las relaciones de dominación política y adoptar enfoques circunscritos e historizados; una historización que a su vez podría llevarnos al decolonialismo policéntrico.
Este último nos ayudaría a entender, más allá de la relación entre Europa Occidental y sus antiguas colonias, la situación específica de los espacios postsoviéticos, tal como lo han hecho los investigadores ucranianos Adrian Ivakhiv y Hanna Perekhoda. Es interesante destacar que, comprometidos desde hace mucho tiempo en una lucha contra el capitalismo y el Estado mexicano, los zapatistas no han cedido al campismo, y el 13 de marzo de 2022 marcharon por miles por las ciudades de Chiapas en apoyo a la resistencia ucraniana y al grito de «¡Fuera Putin!». Renunciando a los enfoques culturalistas de la dominación, también sería posible centrarse en el análisis de las diferencias políticas entre los Estados que se enfrentan hoy en la escena internacional y escapar así al relativismo de todos aquellos que parecen convencidos de que «en la noche del capitalismo tardío, todos los regímenes son grises».
Por supuesto, no debemos ceder a la retórica del «mundo libre» esgrimida por elites neoliberales que se presentan, no sin una gran dosis de hipocresía, como defensoras de «valores» que no dejan de violar, abandonando a los migrantes en el Mediterráneo y a veces incluso a pueblos enteros, como en Siria, a su aniquilación programada. Sin embargo, es importante reconocer que la guerra de liberación nacional ucraniana es también un enfrentamiento entre una dictadura criminal, cuyo único futuro es la multiplicación de ruinas y fosas comunes, y un régimen en el que la arbitrariedad del capitalismo y del Estado se ve contrarrestada por instituciones y contra-poderes (sociales, mediáticos, intelectuales) que garantizan un mínimo de vida democrática y de Estado de derecho, de modo que los avances emancipadores son posibles y el futuro está abierto a la contestación.
El historiador Taras Bilous, nacido en Lugansk, a quien dejaré la última palabra, señala en este sentido que si él hubiera sido iraquí en 2003, habría condenado la agresión estadounidense, pero no se habría arriesgado a defender el régimen de Sadam Husein. Sin embargo, como ucraniano, en 2023 se alistó sin dudarlo en las fuerzas de defensa territorial para defender «la frágil democracia ucraniana que, lejos de ser perfecta, merece sin embargo ser protegida del régimen para-fascista de Putin».